Jorge Melo es ante todo un hombre hondamente afectivo, una forma de su temperamento que conocen muy bien todos sus amigos, sobre todo los viejos, con los que sabe alimentar una nostalgia de ninguna manera negativa o melancólica, sino una nostalgia vitalista que le sirve para hacer del pasado un presente siempre activo. Esto en el plano de la pura amistad: en cuanto a su proyección sobre su obra, todo aquello permanece, actúa, más acá o más allá de la superficie como alguna vez quiso explicitarlo en palabras – creo que fue en el catálogo de su exposición de 1979- diciendo, confesando: “Hoy trato de recuperar las cosas que me rodean; creo que en fondo siempre estuvieron a pesar de mi incursión en lo informal”. Una incursión de la que ha regresado hace tiempo ya, pero sin cambios en sus trasfondos, intacto a si mismo. Es cierto que su color, en sus últimas obras, aparece como contenido, severo, por momentos grave, pero acaso esto sea sólo otro sesgo de su individualidad. Esa cualidad de su color más reciente, se ilumina sin embargo en otros trabajos, sometidos de siempre, en uno u otro caso, a una tenaz arquitecturación que va de adentro hacia fuera. Sobre todo en sus paisajes, que parecen ir al encuentro del modelo y no en sentido contrario.
Es decir que Melo es así consciente de su propio protagonismo, aquel que se juega en sus interioridades. Incluso en sus experiencias informales, como él lo recuerda, en ese ejercicio del gesto, en esa autonomía de la mancha y la materia, en esos estados aparentemente marginados de todo control consciente en el que el artista parece convertirse en una suerte de médium., Melo meditó su participación, respetuoso de las estructuras. Es en ese sentido, como alguna vez me lo señalara el desaparecido artista uruguayo Norberto Berdía, que actúa el artista, tomen la dirección que requieran las claves de su expresión, a través de atavismos irrenunciables. No otras son las consideraciones que suscita todos los momentos de la obra de Jorge Melo.
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